Salvar la democracia no es un eslogan: es una causa. Aún es posible hacerlo, pero el reloj corre en contra

Donald Trump entró en la gran política hace nueve años bajando por una escalera mecánica de la torre que lleva su nombre.

A pesar de los espejos dorados que adornaban la escalera, la imagen que verdaderamente importa es la del descenso. Entraba a la carrera presidencial por el Partido Republicano, retratando a los inmigrantes del sur como bad hombres que llegaban a Estados Unidos a violar a las mujeres, como en los tiempos del Lejano Oeste. Prometió construir un muro muy alto y bello en los más de tres mil kilómetros de frontera con México para salvar a su país de la “plaga” y devolverle la grandeza perdida.

No es que no hubiese problemas en la política estadounidense, pero desde aquel día, el peso gravitacional de Trump aceleró su caída libre, y hasta hoy no hay nada que parezca detenerla.

Para tener una medida de esa caída, basta observar lo que pasó en un solo día de la semana pasada: el sábado. En el lapso de 24 horas hubo dos asesinatos políticos, más de dos mil protestas ciudadanas y un desfile militar, que Trump aprovechó para celebrar su 79 cumpleaños.

Un amigo venezolano que decidió irse de Miami a Madrid en busca de un ambiente menos tóxico para sus hijos –Good luck with that!– lo resumió perfectamente: “Estados Unidos no necesita mostrar los tanques para probar su autoridad y superioridad militar. El desfile hizo pensar en una república bananera. Trump está actuando como los tiranos latinoamericanos que hacían coincidir los días patrios con sus cumpleaños. Me pareció estar viendo más al Paraguay de Stroessner o la República Dominicana de Chapita Trujillo que al país de Lincoln y FDR.”

Tiene razón mi amigo en los tres cargos. Primero, la evidente superioridad militar de Estados Unidos la exime de sacar a pasear sus juguetes.

Segundo, hasta hace poco el país era una democracia funcional basada en instituciones liberales. La solidez de su Gobierno no ha dependido del uso de la fuerza, en particular puertas adentro, como sucede en las repúblicas bananeras latinoamericanas –entre ellas Venezuela, Cuba y Nicaragua– o en Corea del Norte, China y Rusia.

Tercero, y más importante, el presidente, pese a todo su poder, mantenía una sana distancia con los militares, evitando confundir su papel como civil y servidor público con el proselitismo político.

Continua..